jueves, 26 de julio de 2012

Cuento. "La vieja tortuga y el travieso saltamontes"



En un pequeño bosque, no muy lejos de la gran ciudad, vivían junto con otros animales, una vieja tortuga y un travieso saltamontes.

Ya sabéis que las tortugas viven muchos años. La protagonista de esta historia tenía más de cien años. En cambio, el saltamontes era mucho más joven. En realidad sólo tenía unos cien días, pero creía que lo sabía todo. Incluso creía que sabía más que la anciana tortuga.

Normalmente todos los animales del bosque vivían con tranquilidad y armonía, pero desde que el joven saltamontes nació todo había cambiado un poco. Siempre estaba saltando de un lado para otro, hacía mucho ruido sin importarle si era de día o de noche, con lo cual molestaba y despertaba al resto de sus vecinos. Nunca hacía caso a las quejas de los demás y, sobre todo, siempre se burlaba de lo lenta que era la vieja tortuga. Naturalmente, no tenía amigos y siempre se creía que era más listo y mejor que los demás.

Una tarde, estando la tortuga tomando el sol encima  de una piedra, vio como una espléndida hoja de lechuga estaba caída sobre el asfalto de la carretera. Seguro, pensó, que se había desprendido de alguna pieza de las que transportaban los camiones, que iban al mercado para venderlas.

Nuestra amiga creyó que sería estupendo llegar a ella antes de que cayera la noche y así poder comer algo antes de irse a dormir.

Comenzó su lento caminar hacia la hoja de lechuga, pasito a pasito, pasito a pasito... pero, de repente, como si fuera un rayo, vio como el saltamontes de dos grandes brincos llegó primero hasta la hoja. Se posó encima de ella y riéndose a carcajadas le decía a la tortuga:
- ¡Ja, ja..., qué lenta eres, así no llegarás a ninguna parte. Yo he llegado antes que tú, en un pis-pas, y ahora me comeré la lechuga y sólo te dejaré algo cuando ya no tenga ganas ja, ja, ja...!

La anciana tortuga se sintió un poco enfadada y contrariada, ya que le molestaba la actitud del saltamontes; pero siguió andando y andando, lentamente... hasta que llegó a donde estaba la hoja. Mejor dicho, hasta donde había estado. Porque después de todo solamente quedaban unas cuantas briznas duras y resecas. Si no llega a ser porque los demás animalitos del bosque compartieron algo de comida con ella, aquella noche se habría quedado sin cenar. Todos le negaron el saludo al malvado saltamontes y muchos de ellos incluso no le miraban al pasar. Pero a él le daba igual. Seguía pensando que era mucho más listo y mejor que todos ellos.

Una noche, todos los animalitos del bosque se despertaron sobresaltados por un gran resplandor y por el ruido que hacían algunas ramas de los árboles al caer. De pronto alguien gritó ¡fuego, fuego...! Todos corrían despavoridos, de un lado para otro. Las grandes llamas de fuego envolvían a los árboles y el humo se había extendido tanto, que apenas se podía ver a un palmo de narices. Los pájaros emprendieron el vuelo para ponerse a salvo. Las ardillas saltaban de una rama a otra para alejarse de allí. Los conejos entraban en sus madrigueras y cruzaban corriendo por los túneles que habían escavado debajo de tierra... Todos, absolutamente todos, consiguieron ponerse a salvo.

Bueno, todos, todos...no. ¿Sabéis lo que les ocurrió a la tortuga y al saltamontes? Pues veréis...
Nuestra vieja amiga la tortuga se había acercado hasta la orilla del río y, cuando se disponía a cruzarlo a nado para alejarse de allí, oyó cómo un pequeño lamento salía de entre unos juncos, situados junto a ella. Cuando se volvió para ver quién era el que lloraba, cuál no sería su sorpresa al ver al travieso saltamontes, agachadito y temblando de miedo al ver que no podía salir de allí y que el fuego se iba acercando cada vez más.

Ya sabéis que los saltamontes no saben nadar y que en cambio las tortugas se mueven perfectamente dentro del agua.
Pues bien, el saltamontes no paraba de llorar y suplicar a la vieja tortuga que lo ayudara a salir de allí, ella se colocó delante de él y le dijo:
- Debería pagarte con la misma moneda. Debería reírme de ti y decirte que eres muy torpe por no saber nadar. Y, finalmente, debería irme hasta el otro lado del río y dejarte aquí en medio del fuego... pero no voy a hacerlo. Te demostraré que soy un poco mejor que tú y que también sé hacer algunas cosas mejor que tú. Dejaré que te subas a mi caparazón y que cruces el río conmigo. Pero me tienes que prometer que nunca más te volverás a reír ni de mí ni de nadie y que de aquí en adelante respetarás y ayudarás a los demás animalitos del bosque cada vez que lo necesiten. ¿Está de acuerdo?
- ¡Sí, sí...! Te lo prometo, contestó el saltamontes.

De esta forma, fue como la tortuga y el saltamontes cruzaron el río juntos.
Cuando llegaron a la otra orilla, el resto de los animales se quedaron asombrados de lo que estaban viendo. ¿Cómo era posible que la tortuga dejara que el saltamontes se subiera a su caparazón para cruzar el río, después de todo lo que le había hecho... ? Nuestra vieja amiga les dijo:
- ¡Atención, prestad silencio...! Tenemos un nuevo amigo y quiere decirnos algo.
El saltamontes, muy apenado, comenzó a disculparse:
- Quiero pediros perdón por todas las molestias que os he causado. He aprendido que no soy mejor ni más listo que nadie y que lo más importante para vivir con los demás es respetarnos y ayudarnos unos a otros cuando lo necesitemos. Prometo que de aquí en adelante así lo haré.

Todos los animalitos le dieron un gran aplauso. También aplaudieron y dieron tres hurras a la valiente y estupenda tortuga, que había conseguido que el travieso saltamontes cambiara de actitud.

Desde entonces todos vivieron felices, aunque no pudieron volver al antiguo bosque porque había quedado destruido por el fuego, pero pronto encontraron un nuevo lugar donde vivir.

Y… así ocurrió y así fue, como me lo contaron te lo conté.