La historia que os voy a contar, aunque parezca mentira, ocurrió una vez, no hace mucho tiempo, en un lugar no muy lejos de aquí.
Liliana, que así se llamaba la protagonista de nuestro cuento, vivía con sus padres en una bonita casa de una bonita ciudad.
Era una niña alegre y educada, tenía cinco años y un montón de amigos con los que jugar.
Un día, al despertarse por la mañana, notó que se sentía de “mala gana”, eso que llaman “con la chaqueta de cuadros”. No tenía ganas de despertarse y hasta la luz, que entraba por las persianas, le molestaba.
Como todos los días, Liliana oyó la voz de su madre, que la llamó un par de veces:
- Liliana, Liliana, ya es hora de levantarse…
Pero ella, en vez de hacerle caso, se tapó la cabeza con la almohada y repetía una y otra vez:
- “No me da la gana”, “ no me da la gana”.
Su madre, extrañada de que la niña tardara tanto en bajar, subió a la habitación, abrió la puerta y dijo:
- Liliana, hija, ya puedes levantarte a desayunar.
Pero ella le contestó:
- “No me da la gana ”
- ¿Qué has dicho?
- Que “no-me-da-la-ga-na”
- ¿Qué te pasa, estás enferma? Volvió a preguntarle su madre.
- No... es sólo que “no me da la gana” de levantarme.
La mamá de Liliana, sin salir de su asombro, cerró la puerta de la habitación y la dejó sola, pensando que ya se le pasaría la rabieta. Pero no ocurrió así.
Durante todo ese día y al día siguiente y al siguiente... y así durante casi una semana, cada vez que le pedían a Liliana que hiciera algo, ella seguía contestando:
- “No me da la gana”.
Tantas veces lo dijo que al final no sabía decir otra cosa.
Todos sus amigos empezaron a no querer jugar con ella, ya que nunca quería respetar las reglas del juego.
Si le decían que le tocaba saltar, ella contestaba: “ no me da la gana ”. Si le decían que tenía que cantar, respondía: “ no me da la gana ” Y así una y otra vez.
Al final decidieron que era mejor dejarla sola hasta que ese mal humor se le pasara.
Sus padres se empezaron a preocupar:
- ¿Qué le ocurre a nuestra hija? Se preguntaban.
- ¿Estará enferma? ¿ Le pasará algo en la garganta y por eso no puede decir otras palabras?
Después de mucho pensar, pensar y pensar, decidieron llevarla al médico.
Le miraron la garganta, los dientes, la lengua… y nada. No le pasaba nada.
- Entonces ¿por qué siempre contesta: “ no me da la gana”?
Pero no encontraron respuesta a esta pregunta.
Una noche, la niña, cansada de llorar (porque en el fondo ella no quería ser así) se quedó dormida profundamente. En sus sueños, apareció un duendecillo, parecido a un gnomo de esos de los cuentos, que le dijo:
- ¿Qué te pasa Liliana, por qué lloras?
- Ella, un poco asombrada, le contestó:
- No estoy muy segura. Sólo sé que cada vez que mis papás o mis amigos me piden que haga algo, yo siento como si unas cosquillas me subieran del estómago hacia la boca y en vez de decir otra cosa, sólo digo “ no quiero, no me da la gana”.
- Mis papás se enfadan y se ponen tristes... y yo no quiero que se sientan así.
- ¿Unas cosquillas, dices?
- Sí, contestó Liliana, y me gustaría poder evitarlo.
- Muy bien, creo que sé dónde buscar la solución.
Consultaré los libros del abuelo de mi abuelo, que era un duende muy sabio y que siempre sabía resolver los casos más extraños.
- No te preocupes, sigue durmiendo, que dentro de un momento volveré y te diré lo que tienes que hacer.
Y así fue... A los pocos minutos el duende volvió con un gran libro debajo del brazo. Casi que no podía con él. Lo colocó encima de sus pequeñas rodillas, leyó un instante en silencio y... de pronto, dando una palmada dijo:
- ¡Ya lo tengo! Tienes que hacer todo lo que yo te diga, aunque te parezca una tontería. ¿ De acuerdo?
- ¡Vale! Contestó la niña, un poco más animada.
- Escúchame atentamente: Debes llevar siempre una “magdalena” en el bolsillo.
- ¿Una magdalena?
- Sí, una “magdalena”.
- Y tienes que hacer lo siguiente:
Cada vez que notes que las cosquillas suben de tu estómago hasta la garganta y que esas palabras tan feas van a salir por tu boca, te la tapas con una mano y le pegas un bocado a la magdalena. De esta forma, las palabras no saldrán, porque te las tragarás con el bocado y, además, te quedará un sabor dulce y agradable. ¿De acuerdo?
- Muy bien, dijo la niña, lo intentaré.
Al decir esto último, el duende desapareció.
Entre sueños le pareció oír la voz de su mamá que la llamaba:
- Despierta, Liliana, es hora de levantarse.
Liliana pegó un salto de la cama.
- ¡Oh, Dios mío!... estaba a punto de decir las palabras que no debía. Pero de inmediato se tapó la boca con la mano y salió corriendo hacia la cocina.
Allí vio una hermosa y blandita magdalena en lo alto de la mesa, que su madre le había preparado para desayunar. Le pegó un bocado..., la masticó lentamente... y cuando se la tragó dijo:
- ¡Qué buena está, mamá !
Su madre, al oír estas palabras, pegó un salto de alegría y la abrazó.
- ¡Qué alegría, Liliana! ¿ Te das cuenta? No has dicho: “ no quiero, no me da la gana” ¡ Olé mi niña!
Para celebrarlo hicieron una gran fiesta, con todos sus amigos y amigas, que volvieron a querer jugar con ella...
Y desde entonces, Liliana siguió al pie de la letra el consejo de su amigo el duende.
Por cierto, sólo le quedó una duda: ¿ lo soñó o sucedió de verdad?
Nunca lo sabremos.
¡Los duendes son así...!
Y... así ocurrió y así fue. Como me lo contaron te lo conté.
“Mi nombre es María, tengo 18 años y soy hija adoptiva. Mis padres me adoptaron cuando yo tenía 1 añito y no recuerdo cuándo me lo dijeron, pero sí cómo lo hicieron, me contaron un Cuento...” Así comienza el relato de María, una joven adoptada con 1 año de edad y a cuyos padres, llegado el momento, se les platearon las mismas dudas que a cada uno de nosotros, padres adoptivos.
miércoles, 27 de junio de 2012
jueves, 14 de junio de 2012
Cuento "Marita, la niña que no quería crecer"
Marita nació un día de primavera, justo al mismo tiempo que la mayoría de las flores de su jardín.
Marita nació tan pequeñita que su padre podía cogerla con una sola mano. No pudieron colocarla en la cuna que le tenían preparada, porque se perdía en ella, y la acostaron en una cestita de mimbre, que colocaron encima de la mesita de noche, que había al lado de la cama de sus papás.
Cuando la niña lloraba por las noches, su mamá sólo tenía que acariciarla un poquito y, enseguida, se volvía a dormir.
Los primeros años de su vida transcurrieron como los de cualquier niña de su edad, aunque siempre demostró ser un poco “cabezota”. Cuando se empeñaba en no comer algo, era imposible intentar que probara bocado. Cuando quería tener algo, no paraba hasta conseguirlo. Pero su gran “cabezonería” llegó cuando al cumplir los nueve años decidió que ya “no quería crecer más”. Un día, muy seria, se colocó delante de sus papás y les dijo:
- Papá, mamá. Ya no quiero crecer más.
- ¡ Pero..., hija!, contestaron sus padres.¡ Eso es imposible! No podrás evitarlo. Los días pasan y tú irás creciendo y cumplirás un año más y luego otro y luego otro... y acabarás siendo una señorita alta y espigada y te sentirás orgullosa de ello.
- ¡ No!, ¡ no quiero crecer más! Contestó Marita muy enfadada.
- Me acostaré en la cuna, me seguiré poniendo los mismos zapatos, aunque me estén pequeños y no tomaré leche. Así mis huesos no crecerán.
Los padres de Marita se quedaron muy preocupados. No podían entender lo que le pasaba a su hija. Intentaron no darle mucha importancia y decidieron no volver a hablar del tema.
Pasó un día, pasaron dos y la niña fue cumpliendo a “rajatabla” lo que había dicho. Al cabo del tiempo, todos los amigos y amigas de Marita se dieron cuenta de que la niña no crecía.
- Marita, ¿ qué te pasa? Últimamente no has crecido nada. ¿ Acaso estás enferma?
- No, contestó Marita, no estoy enferma, ni me pasa nada. Es sólo que he decidido dejar de crecer.
- ¿ Quéee...? ¿ Dejar de crecer...? ¡ Tú estás loca! No se puede dejar de crecer cuando a uno le apetece...
- ¡ Yo, sí!
- ¿ Tú sí...? ¿Cómo lo has conseguido?
- ¡Muy fácil!, me acuesto en una cuna de bebé, así las piernas no me crecen durante la noche. Me pongo los zapatos de cuando era pequeña, así los pies tampoco me crecen. Además, no tomo leche, ni como queso, ni yogurt, ni mantequilla para que de este modo tampoco me crezcan los huesos.
- ¿Por qué haces eso?
- Lo hago porque no quiero ser mayor, no me gusta el mundo de los mayores. Son aburridos, no les gusta leer cuentos, ni ver dibujos animados, ni jugar a correr, ni sacar la lengua, ni hacer tonterías, ni ponerse los zapatos al revés,...
Siempre tienen prisa, van de un lado para otro, nerviosos, malhumorados,... y, cuando llegan a casa, están tan cansados que no se les puede molestar. Todo les sienta mal y además casi siempre les duele algo... ¡Definitivamente...!, he pensado que no quiero ser mayor.
Quiero seguir siendo una niña, jugar en el parque, comer chucherías y meterme el dedo en la nariz.
Los amigos y las amigas de Marita, al escuchar esto, no supieron qué decir. En parte tenía una poca de razón; pero, por otro lado, era una idea un poco rara y bastante descabellada la de no querer crecer.
Decidieron no hacer más comentarios y esperar a que el tiempo pasara...
Un día, cuando Marita y sus amigos jugaban en el parque, vieron pasar una preciosa cabalgata con payasos de colores, músicos, bailarinas, acróbatas, domadores, elefantes y hasta un camello, que llevaba un gracioso monito subido encima de su joroba.
Todos los niños, que jugaban en el parque, corrieron para ver qué era aquello. Cuando se acercaron, vieron que se trataba de la cabalgata que anunciaba la llegada de un circo a la ciudad.
Un payasete, con una gran nariz roja y un sombrero colocado al revés, se acercó al grupo de niños donde estaba Marita y les regaló unas entradas para que esa misma tarde pudieran ir al circo y ver la función.
Marita salió corriendo hacia su casa:
- ¡Mamá, mamá! ¡ Mira lo que tengo! Un payasete me ha regalado una entrada para que vayamos esta tarde al circo. ¿ Podremos ir?
- No lo sé, contestó su madre.
- ¡ Por favor..., por favor..., por favor!, suplicaba la niña, casi llorando.
- No Marita, no tienes derecho a pedir y a suplicar que te dejemos hacer algo, ya que tú tomas tus propias decisiones, como por ejemplo dejar de crecer, y no haces caso a lo que los demás te decimos. Te pondrás enferma si sigues con esa actitud y nosotros sufriremos mucho. Definitivamente, si no cambias yo tampoco te dejaré ir al circo.
La niña se quedó triste y pensativa. Por un lado no quería renunciar a su idea de “no crecer más”, pero por otro se dio cuenta de que estaba haciendo sufrir a sus padres y de que, además, estaban tan enfadados con ella que no la dejarían ir al circo. Ésto la hizo pensar un rato y después tomar una decisión: prometió que se tomaría un vaso de leche aquella tarde si su madre la llevaba a ver el espectáculo y que luego se replantearía su decisión.
- Está bien hija, contestó su madre, pero cuando volvamos a casa seguiremos hablando.
Cuando aquella tarde llegaron a las puertas del circo, Marita se quedó impresionada. Era una gran carpa blanca, inmensa, con cintas y luces de colores, con grandes letreros luminosos, que se encendían y se apagaban, y con montones de jaulas de animales. Había también muchas banderas de distintos países, todas colocadas una al lado de las otras.
Cuando la niña se sentó con sus papás en los asientos que les habían correspondido, no pudo dejar de mirar de un lado a otro. Parecía que estaban dentro de una gran burbuja blanca en la que todo era mágico.
Todos los niños llevaban globos de colores que les habían regalado al entrar. Todos reían y hablaban a gritos. Era muy emocionante...
¡ De pronto...! Las luces se apagaron. Todo se quedó en silencio..., casi no se oía respirar... Poco a poco un foco de luz fue iluminando la parte más alta del circo y allí...una figura alta, delgada y bellísima comenzó a moverse muy despacio...
Marita, al igual que todos los demás niños, se quedó con la boca abierta, mirando...
- ¿ Qué es eso?, se preguntó.
¡ Es una bailarina!
Sí, era una bailarina. Una bailarina que, poco a poco, fue bajando lentamente por la cuerda hasta llegar al suelo.
De repente, dio un salto..., dos..., tres...; una pirueta..., otra...; otro salto ...y otra pirueta... y así hasta que recorrió toda la pista del circo. Parecía que tenía alas en los pies.
- ¡ Qué bonito!, gritó Marita. No paraba de aplaudir entusiasmada.
Cuando la bailarina se acercó hasta los asientos para lanzar flores y caramelos a todos los niños, Marita se dio cuenta de las piernas y los brazos tan fuertes y tan larguísimos que tenía.
Se miró sus brazos y sus piernas y se los encontró un poco pequeños y escuchimizados.
Después de la bailarina vinieron los payasos y después los trapecistas y después los domadores... ¡ Todo fue precioso!
Marita se dio cuenta de que también en el mundo de los mayores había personas que se dedicaban a hacer reír a los demás, que no todos eran gruñones, estirados y cascarrabias, como ella pensaba, sino que en el mundo del circo los mayores se hacían como niños y que todos juntos se divertían y lo pasaban muy bien; aunque estuvieran trabajando, porque ésa era su ocupación.
Cuando salieron del circo, Marita pensó que quizás no fuera tan malo crecer.
Le gustó tanto la bailarina, que decidió que era eso lo que quería ser de mayor.
Al llegar a casa se lo dijo a su mamá y le prometió que no volvería a dormir en la cuna, que no se pondría los zapatos pequeños, que bebería mucha leche, que comería queso y mantequilla y así crecería y crecería para llegar a tener unas piernas y unos brazos largos y fuertes con los que poder saltar, hacer piruetas en el aire y ser una bailarina tan fantástica como la que había visto aquella tarde en el circo.
Y así sucedió...
Marita cumplió su promesa y a los dieciocho años llegó a ser una bailarina estupenda. Su figura se alargó, sus brazos y sus piernas se volvieron fuertes y estilizados y se convirtió en toda una señorita, tal y como se lo había dicho su madre.
¡Ah!, y si algún día vais al circo, allí la veréis.
Y... así ocurrió y así fue, como me lo contaron te lo conté.
Marita nació tan pequeñita que su padre podía cogerla con una sola mano. No pudieron colocarla en la cuna que le tenían preparada, porque se perdía en ella, y la acostaron en una cestita de mimbre, que colocaron encima de la mesita de noche, que había al lado de la cama de sus papás.
Cuando la niña lloraba por las noches, su mamá sólo tenía que acariciarla un poquito y, enseguida, se volvía a dormir.
Los primeros años de su vida transcurrieron como los de cualquier niña de su edad, aunque siempre demostró ser un poco “cabezota”. Cuando se empeñaba en no comer algo, era imposible intentar que probara bocado. Cuando quería tener algo, no paraba hasta conseguirlo. Pero su gran “cabezonería” llegó cuando al cumplir los nueve años decidió que ya “no quería crecer más”. Un día, muy seria, se colocó delante de sus papás y les dijo:
- Papá, mamá. Ya no quiero crecer más.
- ¡ Pero..., hija!, contestaron sus padres.¡ Eso es imposible! No podrás evitarlo. Los días pasan y tú irás creciendo y cumplirás un año más y luego otro y luego otro... y acabarás siendo una señorita alta y espigada y te sentirás orgullosa de ello.
- ¡ No!, ¡ no quiero crecer más! Contestó Marita muy enfadada.
- Me acostaré en la cuna, me seguiré poniendo los mismos zapatos, aunque me estén pequeños y no tomaré leche. Así mis huesos no crecerán.
Los padres de Marita se quedaron muy preocupados. No podían entender lo que le pasaba a su hija. Intentaron no darle mucha importancia y decidieron no volver a hablar del tema.
Pasó un día, pasaron dos y la niña fue cumpliendo a “rajatabla” lo que había dicho. Al cabo del tiempo, todos los amigos y amigas de Marita se dieron cuenta de que la niña no crecía.
- Marita, ¿ qué te pasa? Últimamente no has crecido nada. ¿ Acaso estás enferma?
- No, contestó Marita, no estoy enferma, ni me pasa nada. Es sólo que he decidido dejar de crecer.
- ¿ Quéee...? ¿ Dejar de crecer...? ¡ Tú estás loca! No se puede dejar de crecer cuando a uno le apetece...
- ¡ Yo, sí!
- ¿ Tú sí...? ¿Cómo lo has conseguido?
- ¡Muy fácil!, me acuesto en una cuna de bebé, así las piernas no me crecen durante la noche. Me pongo los zapatos de cuando era pequeña, así los pies tampoco me crecen. Además, no tomo leche, ni como queso, ni yogurt, ni mantequilla para que de este modo tampoco me crezcan los huesos.
- ¿Por qué haces eso?
- Lo hago porque no quiero ser mayor, no me gusta el mundo de los mayores. Son aburridos, no les gusta leer cuentos, ni ver dibujos animados, ni jugar a correr, ni sacar la lengua, ni hacer tonterías, ni ponerse los zapatos al revés,...
Siempre tienen prisa, van de un lado para otro, nerviosos, malhumorados,... y, cuando llegan a casa, están tan cansados que no se les puede molestar. Todo les sienta mal y además casi siempre les duele algo... ¡Definitivamente...!, he pensado que no quiero ser mayor.
Quiero seguir siendo una niña, jugar en el parque, comer chucherías y meterme el dedo en la nariz.
Los amigos y las amigas de Marita, al escuchar esto, no supieron qué decir. En parte tenía una poca de razón; pero, por otro lado, era una idea un poco rara y bastante descabellada la de no querer crecer.
Decidieron no hacer más comentarios y esperar a que el tiempo pasara...
Un día, cuando Marita y sus amigos jugaban en el parque, vieron pasar una preciosa cabalgata con payasos de colores, músicos, bailarinas, acróbatas, domadores, elefantes y hasta un camello, que llevaba un gracioso monito subido encima de su joroba.
Todos los niños, que jugaban en el parque, corrieron para ver qué era aquello. Cuando se acercaron, vieron que se trataba de la cabalgata que anunciaba la llegada de un circo a la ciudad.
Un payasete, con una gran nariz roja y un sombrero colocado al revés, se acercó al grupo de niños donde estaba Marita y les regaló unas entradas para que esa misma tarde pudieran ir al circo y ver la función.
Marita salió corriendo hacia su casa:
- ¡Mamá, mamá! ¡ Mira lo que tengo! Un payasete me ha regalado una entrada para que vayamos esta tarde al circo. ¿ Podremos ir?
- No lo sé, contestó su madre.
- ¡ Por favor..., por favor..., por favor!, suplicaba la niña, casi llorando.
- No Marita, no tienes derecho a pedir y a suplicar que te dejemos hacer algo, ya que tú tomas tus propias decisiones, como por ejemplo dejar de crecer, y no haces caso a lo que los demás te decimos. Te pondrás enferma si sigues con esa actitud y nosotros sufriremos mucho. Definitivamente, si no cambias yo tampoco te dejaré ir al circo.
La niña se quedó triste y pensativa. Por un lado no quería renunciar a su idea de “no crecer más”, pero por otro se dio cuenta de que estaba haciendo sufrir a sus padres y de que, además, estaban tan enfadados con ella que no la dejarían ir al circo. Ésto la hizo pensar un rato y después tomar una decisión: prometió que se tomaría un vaso de leche aquella tarde si su madre la llevaba a ver el espectáculo y que luego se replantearía su decisión.
- Está bien hija, contestó su madre, pero cuando volvamos a casa seguiremos hablando.
Cuando aquella tarde llegaron a las puertas del circo, Marita se quedó impresionada. Era una gran carpa blanca, inmensa, con cintas y luces de colores, con grandes letreros luminosos, que se encendían y se apagaban, y con montones de jaulas de animales. Había también muchas banderas de distintos países, todas colocadas una al lado de las otras.
Cuando la niña se sentó con sus papás en los asientos que les habían correspondido, no pudo dejar de mirar de un lado a otro. Parecía que estaban dentro de una gran burbuja blanca en la que todo era mágico.
Todos los niños llevaban globos de colores que les habían regalado al entrar. Todos reían y hablaban a gritos. Era muy emocionante...
¡ De pronto...! Las luces se apagaron. Todo se quedó en silencio..., casi no se oía respirar... Poco a poco un foco de luz fue iluminando la parte más alta del circo y allí...una figura alta, delgada y bellísima comenzó a moverse muy despacio...
Marita, al igual que todos los demás niños, se quedó con la boca abierta, mirando...
- ¿ Qué es eso?, se preguntó.
¡ Es una bailarina!
Sí, era una bailarina. Una bailarina que, poco a poco, fue bajando lentamente por la cuerda hasta llegar al suelo.
De repente, dio un salto..., dos..., tres...; una pirueta..., otra...; otro salto ...y otra pirueta... y así hasta que recorrió toda la pista del circo. Parecía que tenía alas en los pies.
- ¡ Qué bonito!, gritó Marita. No paraba de aplaudir entusiasmada.
Cuando la bailarina se acercó hasta los asientos para lanzar flores y caramelos a todos los niños, Marita se dio cuenta de las piernas y los brazos tan fuertes y tan larguísimos que tenía.
Se miró sus brazos y sus piernas y se los encontró un poco pequeños y escuchimizados.
Después de la bailarina vinieron los payasos y después los trapecistas y después los domadores... ¡ Todo fue precioso!
Marita se dio cuenta de que también en el mundo de los mayores había personas que se dedicaban a hacer reír a los demás, que no todos eran gruñones, estirados y cascarrabias, como ella pensaba, sino que en el mundo del circo los mayores se hacían como niños y que todos juntos se divertían y lo pasaban muy bien; aunque estuvieran trabajando, porque ésa era su ocupación.
Cuando salieron del circo, Marita pensó que quizás no fuera tan malo crecer.
Le gustó tanto la bailarina, que decidió que era eso lo que quería ser de mayor.
Al llegar a casa se lo dijo a su mamá y le prometió que no volvería a dormir en la cuna, que no se pondría los zapatos pequeños, que bebería mucha leche, que comería queso y mantequilla y así crecería y crecería para llegar a tener unas piernas y unos brazos largos y fuertes con los que poder saltar, hacer piruetas en el aire y ser una bailarina tan fantástica como la que había visto aquella tarde en el circo.
Y así sucedió...
Marita cumplió su promesa y a los dieciocho años llegó a ser una bailarina estupenda. Su figura se alargó, sus brazos y sus piernas se volvieron fuertes y estilizados y se convirtió en toda una señorita, tal y como se lo había dicho su madre.
¡Ah!, y si algún día vais al circo, allí la veréis.
Y... así ocurrió y así fue, como me lo contaron te lo conté.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)