En un país muy, muy lejos de aquí existe desde hace mucho tiempo una preciosa mansión rodeada de hermosos jardines y verdes parajes.
La llamaban “La Casa de las Princesas Preciosas”, ya que eran sólo niñas las que allí habitaban.
Cada día, al salir el sol, las habitaciones se llenaban de luz, colorido, risas y jolgorio. También de algún que otro llanto de aquellas pequeñinas a las que no les gustaba demasiado levantarse por las mañanas.
Pero me gustaría contaros la historia de una de estas niñas:
Su nombre era Luna, pero era tan pequeñita que todos la llamaban “Lunita”. La encontraron liadita en una manta de lana y acurrucadita en una cesta de bambú. La niña dormía y ni siquiera los rayos de luna que iluminaban su redonda carita, consiguieron despertarla. Por eso, la cuidadora que aquella noche la encontró en la puerta de la gran casa, decidió que Luna sería su nombre.
Lunita fue cuidada con cariño. Era una niña alegre y juguetona. Le gustaba correr, saltar, comer dulces y dormir la siesta. Pero lo que más, más le gustaba era sentarse a mirar la luna, desde su ventana, antes de quedarse dormida.
Lunita crecía feliz. Sus cuidadoras la mimaban, como al resto de las niñas, pero cada noche, al irse a dormir, la tristeza se colaba en su corazón, sentía que algo le faltaba. Por eso, al mirar la luna, le parecía ver en ella una inmensa sonrisa y una mirada cariñosa y protectora que la ayudaba a dormir.
Lo que no podía sospechar Lunita era que esa misma luna, a la que ella contemplaba cada noche, era también el punto de atención de “unos papás”.
“Unos papás” que desde hacía mucho tiempo también tenían una añoranza en sus corazones. Por eso, ellos también, cada noche miraban la luna y soñaban despiertos con que algún día su deseo se hiciese realidad.
¡Y el milagro ocurrió!
Los papás recibieron una carta venida de muy, muy lejos. Al abrirla, la carita de una preciosa niña de ojos luminosos y sonrisa picarona apareció ante ellos en una fotografía a color. Parecía que les estaba diciendo:
-¡Hola, ya estoy aquí, soy vuestra hija!
Dos lagrimones recorrieron sus mejillas y sin poder decirse ni media palabra se sentaron a contemplar despacio a aquella personita que aparecía ante ellos como si fuera un milagro.
Cuando se recuperaron un poquito de la emoción del principio, pudieron seguir leyendo todos los datos de aquella pequeña “princesa preciosa”.
¡Sorpresa, se llamaba Luna! Y había nacido en un país grandioso y lejano.
Como ya habréis descubierto, se trataba de nuestra amiga Lunita.
¡ Por fin Lunita tenía unos papás !
Los papás prepararon el viaje para ir a recoger a su hija con mucha ilusión. Compraron alimentos, ropa, zapatitos, juguetes y hasta un regalo muy, muy especial que cuando llegue el momento conoceréis...
Como el país donde vivía Lunita estaba muy, pero que muy lejos, decidieron viajar en avión para llegar lo antes posible. Y así, casi sin darse cuenta, el viaje había llegado a su fin.
Ambos, el papá y la mamá, se encontraron delante de “La Casa de las Princesas Preciosas”. Los dos, cogidos fuertemente de las manos, se acercaron lentamente hacia el interior del jardín. Allí, un montón de niñas corrían y jugaban en medio de una gran algarabía.
Ellos, creían ver en cada una de aquellas pequeñinas la redonda carita y la sonrisa picarona de su hijita. Pero no sabían exactamente cual de ellas era.
De pronto, a la mamá se le ocurrió una brillante idea. Rebuscó en su bolso y sacó de él una preciosa luna plateada que colgaba de un hilo invisible. Los rayos del sol la hacían brillar y lanzar destellos luminosos a su alrededor. De repente, una niña pequeñita, se quedó parada delante de la luna de plata. Sus rayos iluminaban su carita, sus ojos brillaban con una luz especial y la sonrisa picarona asomó a sus labios.
¡Allí estaba, justo delante de ellos! ¡Era Luna, su hija!
La niña cogió la luna de plata entre sus pequeñas manos, miró a uno, miró al otro y sin decir ni media palabra entraron juntos a la gran casa donde los esperaban las cuidadoras para recibirlos.
Os podéis imaginar todo lo que ocurrió después. La emoción y los sentimientos inundaron aquel lugar. La niña ya sabía que aquellos eran “sus papás” y que se iría con ellos a su nuevo hogar.
Estaba contenta, pero también dos grandes lagrimones salieron de sus ojos al despedirse de sus queridas cuidadoras y de la casa que la había acogido y donde había vivido hasta ese momento.
Se despidió de sus amigas y de su habitación y de la ventana por donde cada noche veía a la luna. Pero no se despidió de ella, de la luna, porque la llevaba entre sus manitas bien apretada. Además, había encontrado aquella sonrisa cariñosa y protectora, que le ayudaba a dormir cada noche, en las miradas emocionadas de sus recién estrenados PAPÁS.
Muy interesante. Sigue escribiendo.
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